jueves, 13 de septiembre de 2012

LA LECTURA DE LA SEMANA... (continuación)





Indudablemente, el trabajo del científico es duro, entregado, casi siempre vocacional y muy meritorio, pero sus frutos deben hacerse colectivos, es decir, divulgarse. Evidentemente, divulgar la ciencia, no es contar a todo el mundo el resultado de los experimentos: para eso ya están las revistas científicas que, por supuesto, ni son divulgativas ni pretenden serlo. Divulgar la ciencia es hacer accesible al público en general, no los detalles del trabajo científico, sino lo general, es decir, lo que trasciende, y por eso la divulgación científica puede estar muy cerca de la filosofía. Hay quien pensará que un científico se tiene que dedicar a la ciencia y no a la filosofía: una visión simple, porque ambas, ciencia y filosofía, van de la mano. Lyn Margulis decía, refiriéndose a sus clases de ciencias naturales en la Universidad de Chicago: “Allí la ciencia facilitaba el planteamiento de las cuestiones profundas en las que la filosofía y la ciencia se unen: ¿Qué somos? ¿De qué estamos hechos nosotros y el universo? ¿De dónde venimos? ¿Cómo funcionamos? En este mismo sentido, el neurocientífico Antonio Damasio decía hace poco en una entrevista concedida a El País Semanal que “las ciencias que tienen que ver con el cerebro y con la mente no pueden separarse de las preocupaciones filosóficas”. Igualmente, preguntarse ¿Cómo vería el mundo si estuviese cabalgando en un rayo de luz? también es filosofar, pero esa pregunta “filosófica” es lo que llevó a Einstein a elaborar la teoría de la relatividad. 
En los países europeos y anglosajones, a los que tanto admiramos en muchas cosas, es normal que los científicos hagan “filosofía”. Hoy es casi un requisito indispensable para el que quiera desarrollar una carrera investigadora, que haya desempeñado parte de su trabajo en Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Alemania…, países a los que tenemos como modelo. Pues de Estados Unidos han salido algunos de los más grandes divulgadores científicos del siglo XX, como Isaac Asimov, Carl Sagan o Stephen Gould. Por tanto, si queremos emular a esos países aventajados en desarrollo científico, no debemos olvidar que allí también se “filosofa”, al menos más que aquí. En esos países punteros en ciencia, hablar de biología e ideología, por ejemplo, no es cosa de ilusos o despistados. Nada menos que en las Massey Lectures -donde han participado intelectuales como Noam Chomsky, Doris Lessing, Lévi-Strauss o Galbraith- hablaba en 1990 Richard Lewontin sobre biología e ideología. Allí, el debate sobre la tercera cultura ha sido extenso y aquí muchos científicos ni siquiera han oído hablar de ella… En definitiva, despreciar la divulgación científica o sostener que ciencia y filosofía no tienen nada que ver es un gran error. Einstein, Gould, Asimov, Sagan, Margulis, Damasio, Lewontin… y tantos otros científicos-filósofos son ante todo científicos, pero su preparación intelectual les lleva un paso más allá hacia la dimensión filosófica o divulgativa, y eso no sólo no resta nada a su trabajo científico, sino que lo engrandece. 
Muchos pensarán, con gran razón- que el debate científico, que en nuestro país apenas se da, en otros, aun produciéndose, es sólo patrimonio de una élite intelectual. Es cierto, y sin embargo a nadie se le escapa que el deseo y la capacidad de conocer, de saber de verdad, nos define como especie. El éxito televisivo que tuvo en su día la serie Cosmos o que han tenido posteriormente otros programas de divulgación científica pone de manifiesto la posibilidad de pensar que no sólo de basura espiritual vive el Homo sapiens 1.700 años después de la destrucción de la Biblioteca de Alejandría. 
Sólo queda procurar que los ciudadanos entiendan como una necesidad la popularización de ese debate y que esa demanda tenga sus vías de desarrollo. En cualquier caso, los profesionales de la ciencia que consideren que las dimensiones divulgativa y filosófica no son propias del científico, deberían reflexionar sobre otra cosa. Los gobiernos no suelen dar nada si no es movidos por la presión social. Si la ciudadanía no cree necesaria la labor del científico, porque el científico no ha sabido transmitir la importancia de esa labor, luego no nos quejemos de que los gobiernos, a falta de esa presión social, no atiendan como es debido al investigador. ¿Por qué iban a hacerlo, por imperativo moral? .

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